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Wisdom Around Us

My Stories

My Grandmother's White Rice

(Mi abuela, Mima Otra, vivió hasta casi 109 años de edad, y en este mes de agosto celebro sus últimos días con nosotros compartiendo con mis lectores un cuento que escribí hace muchos años.)

 

No hay nada más rico que el arroz blanco de mi abuela.

 

La miro en su lento va y ven por su cocina, repitiendo una vez más el rito de enseñarle a su nieta mayor el secreto de su receta.

 

Anticipo todos sus pasos - este momento ha ocurrido antes por lo menos media docena de veces. Y recuerdo muchos años atrás cuando recién casada pedí esta lección por primera vez.

 

En aquel entonces, la ligereza de mi abuela desmentía sus más de 60 años. Su delgado y pequeño cuerpo se movía sin cesar, primero tomando la olla para el arroz de un estante elevado encima del fregadero, después cogiendo el saco de arroz de grano largo de otro lugar. Y recuerdo sus instrucciones.

 

“Mi nieta, no tiene ciencia hacer este arroz. Lo importante es que sea de grano largo. Y lavarlo buy bien. Después le agregas agua, un poco de sal y aceite, y ya. Esperas a que se seque.”

 

“¡No puede ser tan fácil!” me defendí yo. “He seguido esos pasos y mi arroz no sabe como el tuyo. Voy a observar todo lo que haces.”

 

“Ah, pues bien. Pero recuerda que yo no mido nada. Echo por ojo.” “¿Y cómo sabes cuánta agua ponerle?”

“Pues yo siempre le pongo tres dedos de agua.”

“¿Qué viene siendo eso?”

 

“Ven acá.” Obedecí.

 

‘Ves. Ya tienes el arroz limpio. Echas agua hasta que se cubra con tres dedos” dijo juntando los tres dedos de la mano y midiendo el costado interior de la olla, “y ya.”

 

“Me parece fácil.”

 

“Sí lo es. Ahora le agregamos un poco de sal...” Llenó la palma de la mano con una cantidad de sal que yo consideré enorme. “Un chorrito de aceite español, y lo dejas a fuego mediano.”

 

“¿Es todo?”

“Sí. Es muy fácil, mi nieta.”

“Yo no comprendo. Yo lo preparo así. Bueno, con menos sal, pero mi arroz no sabe como el tuyo.”

“Pues yo no sé por qué no. Bueno, deja eso. Ven y siéntate conmigo. Cuéntame de ti mientras se cocina.”

 

¡Y cuántos cuentos compartí con mi abuela, esperando a que se secara el arroz! Cuentos de estudiante universitaria, de gitana del mundo, de profesional, de recién casada, de madre; cuentos de bodas, divorcios y muertes, de desencantos y felicidades.

 

Y siempre mis historias escuchadas con su total atención, con su amor puro de abuela, guiando e instruyendo con sus comentarios, sin yo darme cuenta.

 

Sabe Dios cuál fue la conversación durante aquella primera lección en hacer su arroz blanco. No es importante.

 

“Ah, mira. Ya se secó,” dijo al rato, levantándose enérgicamente. “Ahora le agregamos un poquito de manteca.”

 

¡Manteca!

 

“Esto le da saborcito,” decía mientras bajaba la más enorme lata de manteca Crisco que jamás yo había visto.

 

“Sí. Un poquito de manteca da sabor.” Y con eso mi abuela tomó un cucharón sopero repleto de manteca y lo agregó al arroz blanco.

 

Sentí un escalofrío por todo el cuerpo. Así que éste era el ingrediente secreto. Nunca había visto usar tanta manteca. Y consciente no de razones de salud sino de una figura esbelta, vi derretirse el Crisco e imaginé engordar mis caderas.

 

“Ya está” sonrió.

Llenó dos pequeños platos soperos.

“A probar.” Paradas junto al mostrador de la cocina, el arroz blanco con manteca se derritió en mi boca. ¡Qué delicia! Y qué sonrisa de orgullo de mi abuela.

 

Hoy, han pasado más de treinta años desde aquella primera lección en cómo preparar su arroz blanco, y ahora la veo agachar la cabeza para mejor ver la olla bajo la pila de agua fresca.

 

“Siempre recuerda de lavarlo hasta que el agua salga clarita, clarita.” Asiento con una sonrisa, rechazando el impulso de decir que se han escurrido muchos nutrimentos también. Esta es la receta de mi abuela.

 

“Pero ¿por qué tanto interés? Tú no cocinas mucho ¿verdad?” Pone la olla dentro del recipiente eléctrico, una modernización en su cocina en las últimas tres décadas.

 

“No. Pero cuando haga arroz, quiero que sea como el tuyo, y nunca lo es.”

De sus labios no brota la pregunta que otros harían: Profesora que eres ¿cómo no has aprendido después de tantas otras veces? Disfruta de mi compañía y yo de la suya. Nos sentamos a esperar a que se seque.

 

“Cuéntame de ti, Mima Otra. ¿Qué hay de nuevo e interesante por aquí?”

 

“Ay, mi nieta...” comienza una larga conversación de mil y una preocupaciones, mil y una alegrías, mil y un recuerdos.

 

Soy yo la que alienta y apoya ahora, la que halaga su vida de noventa y tres años. Me quiero llenar de ella.

 

Al rato le recuerdo que sonó el timbre de la olla y el arroz ya está seco, y con dificultad se levanta de la silla de la cocina. Le alcanzo el bastón comprado en los últimos meses.

 

“Ave María,” me regaña con una sonrisa. “No lo necesito para dar tres pasos.”

 

“Con tu problema en el tobillo, es bueno que te acostumbres a usarlo.” Me complace y toma el bastón. Sé que será desdeñado cuando me vaya. “Y ahora un poquito de manteca...”

Suspiro, rezando que yo tenga los genes anticolesterol de mi abuela. “Esto le da saborcito.”

 

Le alcanzo dos pequeños platos soperos para hacer nuestra prueba. Esta vez nos sentamos a la mesa para probar lo que ya sabemos no tiene comparación alguna.

 

“¡Qué rico, Mima Otra!”

“Sí que todavía puedo hacer buen arroz ¿verdad?” me sonríe dulcemente.

“El mejor del mundo.”

Y entre risas y conversaciones, en su pequeña cocina bañada en la claridad de la mañana, le pido a Dios que me dé más oportunidades de aprender a hacer arroz blanco con manteca otra vez, otro día, con mi abuela.

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